Hace algunas semanas pude conocer el proyecto contra la “Violencia de Género en los establecimientos educativos”, organizado por la CLADE (Campaña Latinoamericana por el Derecho a la Educación), que inició el 1ro de marzo con una serie de piezas gráficas y entrevistas, difundidas en diferentes redes sociales y páginas de los colectivos y organizaciones participantes.
Por Rossana Ayabaca, de Quito (Pressenza)
Investigué sobre el tema y me encontré con estudios que mostraban panoramas desoladores, pero también me encontré noticias esperanzadoras. Así, en un informe de la UNICEF, se habla de los pequeños logros que ayudan a que los niños, niñas y adolescentes, mejoren su calidad de vida escolar; también se habla de cómo padres y maestros que se capacitan juntos para dar un mejor trato a los estudiantes; y de aquellos gobiernos locales que han unido esfuerzos para controlar los problemas de violencia vinculada a las pandillas… Hay esperanza.
Al investigar y leer sobre el tema, noté que me estaba enfocando tan solo en hacer un précis amplio del trabajo de otros; sin embargo, todo ello me estaba hacienda reflexionar sobre mi propia experiencia. Y la razón es que llevo trabajando en esto que se llama maternidad casi trece años, diez de los cuales los he pasado confrontando con dos instituciones educativas, varios psicólogos, docentes y padres de familia que ven más preocupante la falta de colaboración en la fiesta de Navidad, que la violencia invisibilizada o normalizada en la que viven nuestros hijos.
Cuando trabajamos en casa con nuestros hijos y les damos una crianza basada en la noviolencia, llegar a la escuela se nos presenta como un verdadero reto; personalmente ha significado un desfile de psicólogos que te dicen que tu hijo no es normal porque “no le gusta andar de patadas y puñetazos con sus compañeros de aula, ya que un varón sano, debe ser agresivo con quienes le rodean”; o estar en una lista donde la especialista de la escuela dice que “mi pareja debería ser padre de niñas porque besa y abraza a sus niños y eso les hace mal a los varones que necesitan un papá que los empuje y les enseñe a empuñar una espada”.
Al parecer esa violencia de género que creí terminada con mi bachillerato, volvió, pero ahora desde el otro lado.
Me sentí molesta cuando en la primera reunión escolar (y de ahí, en cada una a lo largo de los años), la maestra nos advirtió a todas las madres “de hacer bien nuestro trabajo porque de lo contrario nuestras parejas se enfadarían con nosotras y nos llamarían la atención”; luego, efectivamente, con el pasar de los meses, las docentes abordan a los padres y les dan informes sobre las madres –sus parejas- para que ellos tomen medidas y correctivos sobre sus parejas.
Cada vez que entro al salón de atención para padres, observo a todos y no puedo evitar pensar en esas frases al estilo de “seis de cada diez mujeres..”, cuántas de esas madres estarán actualmente sufriendo violencia física y psicológica mientras sus hijos observan, convirtiéndose también en víctimas. Por ello me indigna que los docentes, los llamados a ser una mano de ayuda en situaciones de crisis, solo atinen a hablar con los hombres para elevarlos al nivel de dueños, patrones o padres de sus esposas.
He escuchado a las docentes recriminar a las mujeres que quieren hacer una carrera, a pesar de que los niños están bien, “porque el deber máximo de una mujer es ser madre y nada debe distraerla de ese camino”; esas actitudes -dicen- “son propias de los papacitos porque ellos no tienen el instinto maternal y siempre andan aspirando a más cosas”.
Nos espera un largo camino para cambiar estas situaciones en los establecimientos educativos. Si lográramos trabajar en una misma dirección padres y madres de familia, las instituciones educativas y los y las estudiantes (nuestros hijos e hijas, podríamos tener mejores condiciones para superar la violencia de género en las instituciones educativas, en nuestras casa, en las relaciones de la vida cotidiana.
Es urgente despertar y empezar a transformar esos patrones culturales, porque las estadísticas sobre las situaciones de violencia que viven las niñas, las de los niños y adolescentes LGBTI agredidos; las de los niños que adhieren a grupos de pandillas; las de los que portan armas y las de deserción escolar, se alimentan muchas veces del machismo naturalizado y perpetuado por algunas de las instituciones escolares y los docentes que laboran en ellas. Y a veces, hasta por los mismos padres y madres…
Yo no quiero que nadie más tenga que enseñarle a su pequeño hijo que todos los colores se hicieron para todas las personas. Hay tanto que hacer, incluso desde esos pequeños detalles, para disminuir y ojalá erradicar la violencia de género.
Seguramente nosotros y nosotras, padres y madres de familia, también tenemos que actuar desde los hogares para incidir en la superación de la violencia de género en los establecimientos educativos. Por eso me sumo a esta campaña. Y tu, ¿te sumas?